ELOGIO DE LA POLÍTICA

FESTINA LENTE

jueves, 12 de agosto de 2010

Los profesores, sospechosos habituales

FRANCISCO RODRÍGUEZ MENÉNDEZ PROFESOR DEL IES ROSARIO DE ACUÑA Ayuno de sesudas teorías pedagógicas y siendo sólo un profesor de instituto con más de veinticinco años de experiencia, me atrevo a denunciar uno de los males silenciosos que, a mi juicio, aqueja nuestra educación.

Los principales problemas de la enseñanza española no son, como se suele creer, de dineros (añadiré de inmediato que todo gasto invertido en educación siempre será más rentable que muchos dispendios en los que se despilfarra el dinero público).

Para dar una buena clase de Biología, Matemáticas, Historia? hacen falta recursos -nadie lo duda-, pero en la España del siglo XXI creo que, por fortuna o desgracia, los problemas de fondo son de otra índole.

Intentaré aquí aislar uno de ellos que me parece complejo y profundo, puesto que es un problema «moral» sensu lato, y sobre el que no se suele reparar.

En todo proceso educativo intervienen siempre dos voluntades. Para que una hora de clase sea provechosa hace falta un profesor cualificado y entusiasta, pero es imprescindible, también, un grupo de alumnos deseosos de aprender y con una idea clara de para qué acuden a un centro educativo; profesores que sientan que la sociedad les respalda y confía en ellos para desarrollar su labor, pero de verdad y no sólo de boquilla; y alumnos responsables, que quieren aprender porque les han convencido de que el tiempo que invierten en su formación es lo más trascendental para su futuro personal y profesional, y para el de su país.

Ahora bien, de unos, bastantes, años a esta parte, en virtud de no sé que brillantísimas teorías peda-demagógicas, se viene apuntando al profesorado -y no es expresión metafórica- como único responsable del tan manido y horrísono fracaso escolar.

A la hora de buscar un culpable del bajo rendimiento del alumnado, del alto índice de suspensos, del notable número de abandonos?. el foco, tras hacer un barrido por la concurrida escena educativa, acaba por iluminar sólo y siempre al profesor.

De los dos protagonistas principales del acto educativo, profesor y alumno, el sospechoso siempre es el primero y nunca el segundo, considerado, por lo general, ser angelical, inocente, ansioso de saberes e irreprochable en su conducta y modales.

Esta situación puede que esté muy bien y tranquilice a políticos simplones y padres ingenuos, pero tiene algunos efectos perversos en los que quizá no se haya reparado lo suficiente. Veámoslos.

Convertir al docente en quasi único responsable de los resultados del esfuerzo educativo implica, necesariamente, descargar de toda responsabilidad al discente. Hacer «sospechoso habitual» al docente supone eximir de toda sospecha al discente. En consecuencia, los discípulos, que no suelen ser tontos, se ven, se creen del todo irresponsables de su proceso educativo, de su formación académica.

Ha calado, pues, en las mentes estudiantiles que si no siguen las indicaciones del profesor, la culpa será del profesor; si no hacen el trabajo diario que se les encomienda, la culpa será del profesor; que si no atienden en clase; que si no corrigen los ejercicios; que si no preparan los exámenes (arcaísmo por pruebas objetivas), que si molestan, que si no alcanzan los objetivos, que si dejan de esforzarse y un largo etcétera, la culpa recaerá siempre en el profesor.

Les bastará sembrar dudas ante sus devotísimos padres sobre la vagancia, incompetencia o fobias del profe, aderezadas con alguna que otra mentira que será creída sin asomo de duda. Únase a ello que para muchos de nuestros adolescentes el futuro no llega más allá del fin de semana y el cuadro de la irresponsabilidad estará completo.

Así las cosas, ya se ha encontrado un «chivo explicatorio» perfecto (en acertada expresión de «Les Luthiers»). Los políticos y muchos padres ya pueden dormir tranquilos. La política educativa consistirá, por tanto, en insinuar, de forma más o menos velada, las sospechas de incompetencia, desidia, exigencia y rigor sobrehumanos, manías persecutorias, implementando medidas que combatan estas fundadas sospechas (de vez en cuando, para que no se diga, se repetirá algún lugar común sobre la trascendencia de su labor y todo eso?).

¿Y qué tipo de medidas se han venido aplicando? Pues medidas de todo tipo: algunas, pocas, buenas, otras mediocres y muchas nefastas, pero siempre con el ingrediente común de cierta desconfianza hacia el profesorado:

? Adelgazamiento de ciertos contenidos.

? Disminución de horas de materias tradicionales y difíciles.

? Exigencia del logro «como sea» de un porcentaje de aprobados que debe mejorar cada curso (¡hasta el cien por cien y más allá!).

? Suavización de las sanciones por indisciplina.

? Control al segundo de la programación de aula.

? Control al detalle de los procedimientos de evaluación.

? Multiplicación de los requisitos formales y burocráticos para justificar un suspenso.

? Invención de una compleja casuística que facilite la promoción de curso?.

Como estoy imaginando que. desde hace un rato, no ya los focos sino las escopetas estarán apuntando hacia quien esto escribe con el recurso facilón de acusarme de corporativismo, me apresuro a decir que me gustaría que la actividad docente fuera objeto de una inspección experta, rigurosa e individualizada, que reconviniera a todo aquel funcionario, faltaría más, que no cumpliera con sus deberes.

Pero, por lo mismo, estoy convencido de que es urgente que se reequilibre la situación y que se pidan cuentas también a todos aquellos alumnos del sistema público que no están cumpliendo con su primer deber, consistente en emplear todas sus capacidades y todo su empeño en hacer rentable la inversión que la ciudadanía hace para su formación a través de los impuestos.

Los alumnos, y sus familias, con todos los grados y matices que se quieran, son también responsables de sus resultados académicos, tal como señalan con reiteración numerosos estudios, casi nunca atendidos.

Está claro que la irresponsabilidad de muchos alumnos y sus familias, debida a un abanico variado y complejo de causas, resulta más difícil e impopular de abordar por parte de una autoridad política pusilánime: ¡es siempre más fácil criticar al entrenador que a los jugadores!

Ahora bien, mientras las políticas educativas no partan de la existencia de una responsabilidad compartida en los problemas de la enseñanza, y diluciden, sin demagogias y con rigor, qué parte corresponde a cada uno, el burro seguirá indefinidamente dando vueltas a la misma noria de la que cada vez saldrá menos agua.

http://www.lne.es/gijon/2010/08/12/profesores-sospechosos-habituales/954042.html

Contra los creyentes

También acerca de la Ilustración dieciochesca, ese pronunciamiento cultural antisupersticioso por excelencia, se han fraguado supersticiones. Una de ellas asegura que los grandes ilustrados, cuyo epítome es Voltaire, persiguieron a los creyentes. No es cierto o, al menos, no lo es salvo que precisemos bien y de forma contraintuitiva los creyentes a quienes nos referimos. Porque en el sentido más acogedor del término, todos somos creyentes... en el siglo XVIII y hoy en día.

Los conocimientos bien fundados fueron y son demasiado escasos para lo que requieren nuestros anhelos de comprender la vida y actuar en la urgencia del momento presente. Como dijo Wittgenstein, incluso cuando tengamos todas las respuestas científicas aún no habremos comenzado a responder las preguntas que más nos importan. De modo que siempre necesitaremos creer además de saber para poder organizar racionalmente nuestra existencia humana.

Esta obviedad paradójica nunca se le escapó a Voltaire, Diderot ni al resto de los más esclarecidos miembros de la cruzada enciclopedista. Cuando ellos denunciaron y combatieron a los "creyentes", nunca pretendieron acabar con quienes conjeturan más allá de lo que pueden comprobar -ellos mismos lo hacían constantemente- sino con los que en nombre de su inverificable certidumbre persiguen y coaccionan a quienes viven según convicciones diferentes. Porque el creyente peligroso no es quien reivindica su fe como un derecho personal, sino quien pretende convertirla en un deber "para todas y todos", como dicen ahora. Voltaire les caracterizaba con el lema "piensa como yo o muere", todavía vigente hoy de forma literal en algunas siniestras teocracias aunque en nuestras sociedades democráticas haya sido sustituido por una fórmula menos sanguinaria: "Piensa como yo o muere... socialmente".

El laicismo del Estado, que es uno de los pilares -amenazados, ay- de la democracia contemporánea, no pretende erradicar creencias personales sino a aquellos que intentan prescribirlas o proscribirlas. Es decir, el Estado se mantiene laico para que los ciudadanos puedan serlo o no serlo según su criterio.

Y las convicciones de cada cual así amparadas no se refieren solamente a cuestiones religiosas o metafísicas, sino también a estilos de vida. Son estos últimos los más difíciles de soportar para los creyentes actuales, que solo se encuentran a gusto en la unanimidad de comportamiento y están dispuestos a exigirla de acuerdo con elevados principios morales... que dejan de serlo, claro, en cuanto se les impone por decreto. La institucionalización democrática no debe pretender instaurar el cielo en la tierra -lo óptimo en dignidad humana, decencia y costumbres edificantes- sino permitir el marco político en el que, dentro de una regulada convivencia, cada cual pueda ir al cielo o al infierno por el camino que prefiera, según postuló Voltaire. Lo contrario es volver a los usos teocráticos... aunque sea nominalmente para desautorizarlos y prohibirlos.

A diferencia de lo que pretenden los creyentes, el Estado laico no debe entrar en ningún tipo de polémicas religiosas. Ninguna fe puede convertirse en un eximente para incumplir las leyes civiles, pero tampoco en motivo para penalizar conductas que no se vetan explícitamente en los usos profanos. Si un conductor de autobús musulmán (el caso ha ocurrido en Reino Unido) no permite subir en su vehículo a un invidente acompañado de su perro guía, no es cosa de comenzar a discutir si realmente la saliva del animal esimpura o no según no sé qué ortodoxia: la ley de ayuda a las minusvalías debe cumplirse y punto.

De igual modo, una joven de la edad legalmente determinada debe poder comprar la píldora poscoital en la farmacia sin trabas, tenga la persona que regenta el establecimiento la opinión moral que fuere sobre esa transacción.

Pero tampoco hay derecho a prohibir velos o tocados a nadie porque se les suponga significados religiosos indeseables según el creyente persecutorio de turno (algunos muy eruditos, eso sí), cuando no despertarían recelo si se los justificase en nombre de la moda o de la extravagancia.

La indudable superioridad de las democracias laicas sobre las teocracias es que en las primeras las mujeres pueden ponerse el velo que quieran y en las otras en cambio no se lo pueden quitar. En cuanto a las disquisiciones teológicas, quedan para los ámbitos académicos y las fiestas de guardar.

Como los creyentes ejercen su santa coacción en beneficio de las almas de los demás, su presa favorita suelen ser las mujeres, cuyas almas tradicionalmente han sido consideradas más vulnerables que el espíritu de los varones.

Sea que se tapen demasiado o que se ofrezcan desnudas al mejor postor, siempre deben ser reprimidas y encauzadas porque solo llegarán a ser libres cuando se las convenza de lo dañino que es hacer lo que les dé la gana.

Antes, cuando la hembra era siempre revival de Eva tentadora, tras cada desvarío masculino alguien advertía: ¡cherchez la femme!; ahora, como ya solo están autorizadas a ser víctimas, en cuanto se recatan o se descocan demasiado los creyentes claman: ¡cherchez l'homme!

Porque se da por hecho que es un hombre siempre el que las desvía del recto sendero de la razón y la decencia. Desgraciadamente es muy frecuente que sean varones quienes las intimidan y mangonean, pero entonces será contra esos tiranuelos contra quienes habrá que actuar sin dejar de reconocer que ellas tienen también voluntad propia.

¿Que no se puede permitir la esclavitud, ni siquiera voluntaria? No hay esclavos ni esclavas felices salvo en la ópera de Arriaga y sin embargo todos nos esclavizamos gustosos de mil maneras por devoción o por ambición. Cuidado con los moralistas que sin escuchar nuestra opinión se sienten legitimados para emanciparnos a fuerza de decretos...

A lo largo de su biografía, los creyentes a veces mejoran de dogmas y pasan del comunismo a la socialdemocracia o el liberalismo, de la ortodoxia teológica al cientifismo y la evolución, de las adicciones juveniles a la salud pública, incluso hay ex caníbales que acaban vegetarianos o antitaurinos.

Pero lo que nunca pierden es el celo persecutorio que les asegura el subidón de adrenalina política. Los demás son cavernícolas oscurantistas, ellos siempre paladines ilustrados inasequibles al desaliento.

Practican lo que Michael Oakeshott llamó en un ensayo memorable la "política de la fe", es decir, tratan de imponer gubernamentalmente la perfección social según la guía de quienes ya vieron la luz de la verdad. O sea, siguen confundiendo política y religión... aunque se crean laicos.



FERNANDO SAVATER

EL PAÍS - Opinión - 11-08-2010