ELOGIO DE LA POLÍTICA

FESTINA LENTE

lunes, 5 de septiembre de 2011

Reformas o Constitución

Jordi Sevilla

Desde que un académico conservador, neoclásico y antikeynesiano como James Buchanan se ha convertido, al calor de la reforma exprés de la Constitución, en la referencia ideológica del socialismo español, algo se ha roto en mi interior. La importancia del debate (ausente) no gira en torno a la estabilidad presupuestaria, y quien pretenda llevarlo ahí se equivoca. No discuto la bondad del equilibrio presupuestario, como se expresa en dos normas que apoyo: el Tratado de Maastricht y la Ley de Estabilidad Presupuestaria.
La verdadera cuestión de fondo es otra: equilibrio presupuestario como parte de las muchas medidas instrumentales para gestionar bien una economía (leyes) o como expresión de una profunda desconfianza respecto al Estado, a los políticos democráticos y a los propios procedimientos de la democracia, que deben verse restringidos por normas externas de sensatez impuesta (Constitución).
Esta disyuntiva forma parte de dos visiones encontradas respecto a cómo funciona la sociedad, cuál es el papel del Estado, la familia y las empresas y cómo se compaginan los principios del liberalismo político con los de la democracia que, teniendo mucho que ver entre sí, no son lo mismo, como han puesto de relieve importantes autores como Berlin o Bobbio.
Cuando Thatcher dijo que «la sociedad no existe», sintetizaba una corriente de pensamiento según la cuál el todo no es más que la suma de las partes. Lo que vale para uno vale para el conjunto, por simple agregación, y los incentivos que funcionan en un individuo racional explican también la acción colectiva, sin que exista un interés general. A esa concepción pertenece Buchanan.
Hubo un tiempo en que varios economistas extendieron estos principios (que ya estaban siendo cuestionados desde la propia economía, por la teoría de juegos o la macroeconomía de los desequilibrios) a la interpretación de fenómenos como criminalidad, drogadicción o familia.
Buchanan, con Tullock, lo llevó al comportamiento político: el Estado no es distinto de cualquier otro agente social y sus responsables políticos democráticos actúan guiados por la consecución de sus propios intereses personales egoístas, como cualquier otro agente económico (el hombre político se comporta igual que el hombre económico).
Al extender a la política el método analítico del mercado, brota una profunda desconfianza respecto a la actuación de los políticos en democracia que lleva a la propuesta de restringir su potencial de decisión irresponsable mediante normas constitucionales, en una especie de blindaje defensivo frente a unos políticos que son, por definición, poco fiables, ya que sus intereses no coinciden con los de unos ciudadanos convertidos en votantes/consumidores empeñados en pagar cuantos menos impuestos, mejor.
A eso se restringe, para Buchanan, la relación política entre humanos, en contra de siglos de reflexiones sobre la materia, iniciadas por Aristóteles.
Es imposible entender este enfoque, provocador y brillante, sin mencionar que Buchanan es liberal (cree en las libertades que protegen a los individuos frente al poder), pero desconfía de un sistema democrático que entrega el gobierno a quien obtiene más votos mediante sufragio universal. Sólo desde esta premisa tiene sentido restringir en la Constitución el margen de actuación de unos políticos democráticos a los que se supone despilfarradores por esencia, no por error.
Exigir del Estado el mismo comportamiento que a familias o empresas es un error. Primero, porque sus funciones sociales son distintas y deben hacer cosas distintas. Segundo, porque sus fuentes de legitimación también son diferentes: el Estado democrático, el voto ciudadano, la familia, el amor/lealtad, las empresas, el poder del dinero.
Eliminar de un plumazo siglos de reflexión sobre el carácter político del Estado para convertirlo en un agente económico más es un reduccionismo audaz en términos académicos, pero peligroso en la vida real porque dinamita principios que han costado muchos esfuerzos y sacrificios conquistar como, por ejemplo, los derechos humanos, de cuyo cumplimiento se encarga al Estado democrático. ¿Cómo puedes encargar al Estado tareas tan esenciales para la convivencia si quienes lo gestionan, políticos y burócratas, no son de fiar?
Ninguna evidencia empírica avala esta manera de entender ni la economía, ni la política, más allá de ejemplos aislados, gotas en medio de océanos que la contradicen. Por eso, si el presidente hubiera consultado el nuevo artículo 135 de la Constitución con los premios Nobel que habitualmente le asesoran, todos le habrían contestado que no.
Se ha dicho que esta reforma nos transporta a una soberanía nacional compartida con los mercados y con la derecha gobernante en Alemania. Eso apoyaría la conveniencia del referéndum. Pero analizando la forma y el fondo del pacto, no creo que esa haya sido la razón principal por la que el presidente Zapatero no sólo acabó aceptando la propuesta de Rajoy después de haberla ridiculizado, sino que también convirtió a sus correligionarios en defensores de un liberalismo receloso de la democracia.
En la danza ritual de escorzos entre mercados enloquecidos y gobiernos surfistas, creo que los primeros exigen cosas diferentes a una medida aprobada con urgencia pero que entra en vigor en 2020 (¿no se podía haber dejado para el próximo Gobierno?), que tiene vías de escape como un indefinido déficit estructural, hecha por un país que, sin necesitarla, lleva reduciendo el déficit público, con mano de hierro, desde hace dos años.
Si la situación es tan difícil como se sugiere, había otras opciones más contundentes de pacto PP/PSOE para transmitir ahora, por el bien del país, confianza a los prestamistas: los Presupuestos para 2012, techos autonómicos de gasto, reforma global del gasto público (Sanidad…) o de las diputaciones.
La renuncia a pactar estas cuestiones sustantivas es lo que me lleva a pensar que las explicaciones del giro presidencial son otras: responder a la creciente presión deslegitimadora de la política y de los políticos que, impulsada desde cierta derecha sociológica española, está penetrando en parte del electorado socialista.
Es la misma razón que obliga, en EEUU, a regatear el techo de endeudamiento bajo chantaje de una fuerza fundamentalista que pide «más religión y menos Estado» y critica «a todos los políticos de Washington» por negociar y pactar, que es la esencia de la democracia. Es la misma lógica que lleva a adoptar medidas duras contra la inmigración, cuando asciende en las urnas la marea xenófoba.
Se trataría de una cesión, equivocada, al asalto a la razón que se está produciendo, de forma creciente, en Occidente, bajo la forma de un populismo antipolítico que, en el fondo, refleja un profundo malestar respecto al deficiente funcionamiento de la democracia, como ya ocurrió tras la crisis de 1929 con el ascenso del fascismo y del comunismo. No hablo de legítima crítica por cómo han gestionado los políticos esta crisis, en Europa y en España.
Lo vengo haciendo aquí todas las semanas desde hace tres años. Hablo de una desconfianza sistémica, visceral y radical que pone en cuestionamiento la esencia del sistema democrático. Exactamente lo que hizo hace décadas desde la academia un Buchanan que, como El Cid, parece que ganará la batalla después de muerto. El problema será para los que queden vivos en una sociedad más desigual y regida por los principios del egoísmo individualista que, por ejemplo, no entiende de convenios colectivos, ni de sindicatos, ni de contrapesos sociales, ni de equilibrios entre intereses privados que sólo resuelve la mano invisible.
Frente a esta visión conservadora de la democracia, hay otra que debería elevar a la Constitución un límite máximo a las desigualdades sociales internas y plazos para la convergencia real con los países del euro, por una cohesión democrática nacional basada en el rigor económico y la protección de un sistema económico que premie más el talento emprendedor y el esfuerzo del trabajo que el rentismo. En suma, si la cosa va de vintage, la socialdemocracia de siempre; y si va de moderno, la verdad, prefiero el shared value de Porter.