ELOGIO DE LA POLÍTICA

FESTINA LENTE

martes, 7 de septiembre de 2010

La barbarie compasiva

FERNANDO SAVATER

EL PAÍS - Cultura - 07-09-2010
En los últimos meses, durante la ofensiva antitaurina que culminó con la prohibición de los toros en Cataluña, dos de la palabras más repetidas fueron "compasión" y "barbarie". Dejemos a un lado la fundada sospecha de que en la decisión del Parlamento autonómico tuvo más peso la voluntad separatista de abandonar una tradición compartida con el resto de España que cualquier argumento animalista. Ya se ha insistido incluso demasiado en este aspecto -tan romo de interés teórico como casi todo lo que atañe al nacionalismo- olvidando en cambio los pretextos, que en este caso son más interesantes que el contexto. No se necesita una argumentación ética fundada para que a uno personalmente le desagraden o hasta le asqueen los toros: pero en cambio es imprescindible para prohibirlos en una comunidad con carácter imperativo y general.

Se apela a la compasión como última ratio moral y se nos recuerda el principio budista de no dañar bajo ningún pretexto a otro ser vivo. Con todos mis respetos para Richard Gere y compañía, quienes no somos budistas no nos sentimos obligados por él (sobre todo si comemos carne o pescado y nos curamos con antibióticos, cuyo simple nombre ya promete matanzas): a trancas y barrancas, pero vivimos en un estado laico... hasta en Cataluña. Fuera de esa postura religiosa, no es cierto que la compasión por el dolor universal sea la base de la ética. Sin duda ser compasivo es un sentimiento que nos mejora, pero no un precepto moral ineludible. Paseando por el campo, veo que un gorrioncillo recién nacido se ha caído del nido y pía angustiosamente en el suelo expuesto a todos los peligros: como soy compasivo, lo recojo y lo devuelvo a su hogar... aunque así perjudique a la serpiente que también tiene que comer para vivir. ¡Bravo, tengo buen corazón! Pero si quien gime abandonado en un cubo de basura es un bebé, tengo la obligación ética de ayudarle, me compadezca de él o no. Si no lo hago, no seré poco sentimental o duro de corazón sino claramente inmoral. La diferencia es importante, todo lo que cuenta en la ética -el reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone- reside ahí.

Peter Singer, el filósofo que oficia como mentor del animalismo, relativiza esta norma: si el bebé humano padece malformaciones y anormalidades, tengo menos obligación ética de salvarle que al gorrioncillo o a cualquier otro animal sano, en caso de que deba elegir. Y así llegamos al tema de la barbarie. Porque en su sentido prístino y radical, el bárbaro no es quien maltrata o no se compadece de las bestias, sino quien no distingue entre el trato que debemos a los humanos y el que corresponde a los animales. La auténtica imagen de la barbarie no ocurre dentro de la plaza donde se lidia al toro, sino fuera: son esas personas que yacen desnudas, cubiertas de falsas banderillas y pintura color sangre, y que dan a entender que es lo mismo matar a un toro que a un ser humano. Dice una barbaridad el portavoz de ATEA en el País Vasco cuando pide explicaciones porque se condene a ETA pero no a Jesulín de Ubrique y otra aún peor los que se ufanan de alegrarse cuando el toro mata al torero. Donde no se asume la excepcionalidad del vínculo recíproco entre semejantes racionales, ese es el predio de los bárbaros.

Hace poco una conocida novelista mandó una carta a este periódico abogando por los derechos de los animales. Concluía diciendo: "¿No somos también nosotros simple y gozosamente animales?". Sin duda biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética.


FERNANDO SAVATER

EL PAÍS - Cultura - 07-09-2010
En los últimos meses, durante la ofensiva antitaurina que culminó con la prohibición de los toros en Cataluña, dos de la palabras más repetidas fueron "compasión" y "barbarie". Dejemos a un lado la fundada sospecha de que en la decisión del Parlamento autonómico tuvo más peso la voluntad separatista de abandonar una tradición compartida con el resto de España que cualquier argumento animalista. Ya se ha insistido incluso demasiado en este aspecto -tan romo de interés teórico como casi todo lo que atañe al nacionalismo- olvidando en cambio los pretextos, que en este caso son más interesantes que el contexto. No se necesita una argumentación ética fundada para que a uno personalmente le desagraden o hasta le asqueen los toros: pero en cambio es imprescindible para prohibirlos en una comunidad con carácter imperativo y general.

Se apela a la compasión como última ratio moral y se nos recuerda el principio budista de no dañar bajo ningún pretexto a otro ser vivo. Con todos mis respetos para Richard Gere y compañía, quienes no somos budistas no nos sentimos obligados por él (sobre todo si comemos carne o pescado y nos curamos con antibióticos, cuyo simple nombre ya promete matanzas): a trancas y barrancas, pero vivimos en un estado laico... hasta en Cataluña. Fuera de esa postura religiosa, no es cierto que la compasión por el dolor universal sea la base de la ética. Sin duda ser compasivo es un sentimiento que nos mejora, pero no un precepto moral ineludible. Paseando por el campo, veo que un gorrioncillo recién nacido se ha caído del nido y pía angustiosamente en el suelo expuesto a todos los peligros: como soy compasivo, lo recojo y lo devuelvo a su hogar... aunque así perjudique a la serpiente que también tiene que comer para vivir. ¡Bravo, tengo buen corazón! Pero si quien gime abandonado en un cubo de basura es un bebé, tengo la obligación ética de ayudarle, me compadezca de él o no. Si no lo hago, no seré poco sentimental o duro de corazón sino claramente inmoral. La diferencia es importante, todo lo que cuenta en la ética -el reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone- reside ahí.

Peter Singer, el filósofo que oficia como mentor del animalismo, relativiza esta norma: si el bebé humano padece malformaciones y anormalidades, tengo menos obligación ética de salvarle que al gorrioncillo o a cualquier otro animal sano, en caso de que deba elegir. Y así llegamos al tema de la barbarie. Porque en su sentido prístino y radical, el bárbaro no es quien maltrata o no se compadece de las bestias, sino quien no distingue entre el trato que debemos a los humanos y el que corresponde a los animales. La auténtica imagen de la barbarie no ocurre dentro de la plaza donde se lidia al toro, sino fuera: son esas personas que yacen desnudas, cubiertas de falsas banderillas y pintura color sangre, y que dan a entender que es lo mismo matar a un toro que a un ser humano. Dice una barbaridad el portavoz de ATEA en el País Vasco cuando pide explicaciones porque se condene a ETA pero no a Jesulín de Ubrique y otra aún peor los que se ufanan de alegrarse cuando el toro mata al torero. Donde no se asume la excepcionalidad del vínculo recíproco entre semejantes racionales, ese es el predio de los bárbaros.

Hace poco una conocida novelista mandó una carta a este periódico abogando por los derechos de los animales. Concluía diciendo: "¿No somos también nosotros simple y gozosamente animales?". Sin duda biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética.

FERNANDO SAVATER

EL PAÍS - Cultura - 07-09-2010
En los últimos meses, durante la ofensiva antitaurina que culminó con la prohibición de los toros en Cataluña, dos de la palabras más repetidas fueron "compasión" y "barbarie". Dejemos a un lado la fundada sospecha de que en la decisión del Parlamento autonómico tuvo más peso la voluntad separatista de abandonar una tradición compartida con el resto de España que cualquier argumento animalista. Ya se ha insistido incluso demasiado en este aspecto -tan romo de interés teórico como casi todo lo que atañe al nacionalismo- olvidando en cambio los pretextos, que en este caso son más interesantes que el contexto. No se necesita una argumentación ética fundada para que a uno personalmente le desagraden o hasta le asqueen los toros: pero en cambio es imprescindible para prohibirlos en una comunidad con carácter imperativo y general.

Se apela a la compasión como última ratio moral y se nos recuerda el principio budista de no dañar bajo ningún pretexto a otro ser vivo. Con todos mis respetos para Richard Gere y compañía, quienes no somos budistas no nos sentimos obligados por él (sobre todo si comemos carne o pescado y nos curamos con antibióticos, cuyo simple nombre ya promete matanzas): a trancas y barrancas, pero vivimos en un estado laico... hasta en Cataluña. Fuera de esa postura religiosa, no es cierto que la compasión por el dolor universal sea la base de la ética. Sin duda ser compasivo es un sentimiento que nos mejora, pero no un precepto moral ineludible. Paseando por el campo, veo que un gorrioncillo recién nacido se ha caído del nido y pía angustiosamente en el suelo expuesto a todos los peligros: como soy compasivo, lo recojo y lo devuelvo a su hogar... aunque así perjudique a la serpiente que también tiene que comer para vivir. ¡Bravo, tengo buen corazón! Pero si quien gime abandonado en un cubo de basura es un bebé, tengo la obligación ética de ayudarle, me compadezca de él o no. Si no lo hago, no seré poco sentimental o duro de corazón sino claramente inmoral. La diferencia es importante, todo lo que cuenta en la ética -el reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone- reside ahí.

Peter Singer, el filósofo que oficia como mentor del animalismo, relativiza esta norma: si el bebé humano padece malformaciones y anormalidades, tengo menos obligación ética de salvarle que al gorrioncillo o a cualquier otro animal sano, en caso de que deba elegir. Y así llegamos al tema de la barbarie. Porque en su sentido prístino y radical, el bárbaro no es quien maltrata o no se compadece de las bestias, sino quien no distingue entre el trato que debemos a los humanos y el que corresponde a los animales. La auténtica imagen de la barbarie no ocurre dentro de la plaza donde se lidia al toro, sino fuera: son esas personas que yacen desnudas, cubiertas de falsas banderillas y pintura color sangre, y que dan a entender que es lo mismo matar a un toro que a un ser humano. Dice una barbaridad el portavoz de ATEA en el País Vasco cuando pide explicaciones porque se condene a ETA pero no a Jesulín de Ubrique y otra aún peor los que se ufanan de alegrarse cuando el toro mata al torero. Donde no se asume la excepcionalidad del vínculo recíproco entre semejantes racionales, ese es el predio de los bárbaros.

Hace poco una conocida novelista mandó una carta a este periódico abogando por los derechos de los animales. Concluía diciendo: "¿No somos también nosotros simple y gozosamente animales?". Sin duda biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética.



http://www.elpais.com/solotexto/articulo.html?xref=20100907elpepicul_7&type=Tes&anchor=elpepiopi

La ciudad de TROTU y ROTU

JAVIER MORÁN Por sus nombres parecen personajes de comedia, o de serie de dibujos animados, o de educación infantil. Una suposición: si las autoridades asturianas deseasen divulgar lo qué es el urbanismo, podrían encargar a la TPA la producción de una especie de «Barrio Sésamo». Pues bien, si así fuera, sus personajes principales se llamarían TROTU y ROTU,

De TROTU y ROTU depende hoy cuanto se haga en el urbanismo asturiano, incluida la revisión del Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) que hoy inicia oficialmente el Ayuntamiento de Gijón con el paso del Documento de Prioridades por el Pleno Municipal.

ROTU es el Reglamento de Ordenación del Territorio y Urbanismo del Principado de Asturias; y TROTU el Texto Refundido de las disposiciones regionales sobre Ordenación del Territorio y Urbanismo. En realidad, TROTU y ROTU son fruto de complejo proceso legislativo del urbanismo de Asturias. En concreto, el Principado alumbró en 2002 su primera Ley del Suelo, tras un procedimiento tortuoso en el que se rechazó un borrador inicial. La norma resultante dejaba unas cuantas cosas en el aire, de modo que no fue operativa hasta que un Reglamento le dio realismo. Pero por el medio se cruzaron una medidas urgentes en materia urbanística, de modo que al final hubo que refundir la Ley, las medidas y el Reglamento mediante el TROTU.

Con todo, no había llegado aún la paz legislativa al urbanismo asturiano, ya que en el año 2007 el Gobierno de Zapatero promulgaba una nueva Ley del Suelo. Teóricamente, las leyes autonómicas tendrían que haberse adaptado a esa nueva Ley estatal, pero el Principado no lo ha hecho, aunque sí ha procedido a ello el Gobierno de Aragón (también socialista), con una ley promulgada el pasado julio.

La existencia de un mar de normas autonómicas que no sean del todo concordantes con la Ley estatal provoca que el urbanismo sean un pantano de inseguridad jurídica en el que en el que a menudo se hunden los planeamientos locales.

Siempre existirá un abogado que encuentre un precepto incumplido y un juez que le dé la razón. Y a los ayuntamientos no les queda más remedio que cruzar los dedos y respirar hondo cuando inician una tramitación urbanística de gran relieve, como es un Plan General. En el caso del Ayuntamiento de Gijón, sus aliados serán los citados TROTU y ROTU.

Sin embargo, la Ley estatal de 2007 aporta buenas cargas de profundidad al urbanismo cuya presencia en la legislación del Principado es dudosa. Es decir, al no haberse procedido a la adaptación de la norma autonómica a la nacional, quedan sin desarrollo en la legislación del Principado los dos platos fuertes de la ley del PSOE: el ciudadano como centro del urbanismo y de un medio de vida de calidad. Dicho con otras palabras, participación y medio ambiente. En este último punto se aplica el criterio de «sostenibilidad», o desarrollo de una ciudad compacta, nueva versión del viejo crecimiento de la edificación como una mancha de aceite.

La ley de 2007, recurrida ante el Tribunal Constitucional por el PP y la Comunidad de Madrid, ha recibido numerosos elogios de los sectores progresistas. Refuerza los valores clásicos de la izquierda y derriba la pretensión del Gobierno de Aznar de que sea urbanizable todo el suelo que no tenga valores protegibles. Según la Ley de 2007, las administraciones ha de declarar urbanizable sólo el suelo que estimen necesario. Hay también medidas contra le especulación, como la de valorar el suelo según su situación: rural o urbana, lo cual perjudica por su lado a los propietarios de fincas rústicas en el caso de expropiaciones.

Pero es en el plano de los ideales donde la Ley de 2007 ha ido más lejos. El derecho constitucional a una vivienda digna, la libertad del ciudadano para disfrutar de su medio de vida, o la necesaria participación en la creación y desarrollo de dicho medio se hallan en el frontispicio de dicha norma.

La referida ley de Urbanismo de Aragón, al adaptarse a la legislación estatal, ha incorporado un Estatuto Urbanístico de la Ciudadanía, uno de cuyos párrafos reza: el ciudadano tiene derecho «a la puesta en el mercado por las administraciones públicas de suelo de su propiedad, dirigido a la regulación del mercado y a la lucha contra la especulación».