Esta es la frase con la que Felipe González cierra su reflexión –es un decir- sobre la posibilidad que tuvo de ordenar el asesinato de toda la cúpula de ETA hacia 1992. La revelación aparece en el curso de un largo diálogo con Juan José Millás donde el periodista vuelve a dar prueba de su talento para transmitir algo que me parece difícil: la profunda inanidad de sujetos a los que él admira por su liderazgo político. Supongo que le sale sin querer, porque ya le pasó lo mismo con Zapatero (aunque sin rozar las sublimes cotas serviles de Suso de Toro): a la luz de sus declaraciones, el presunto asombro de las democracias occidentales resultaba ser un peligroso majadero.
De la lectura de las declaraciones  voluntarias de Felipe González sobre su modo de abordar el asunto ETA (y  GAL) emergen sobre todo dos ideas: una, que Felipe González quiere  transmitir que su política antiterrorista fue esencialmente pragmática;  dos, que no considera que haya relación interesante alguna entre ética y  política. Seguramente lo primero es corolario de lo segundo: si abordó  el terrorismo de un modo que considera tan pragmático, es porque en esto  cualquier regla ética estaba de más: era o inútil o improcedente.
¿Y en qué consistió aquel pragmatismo  respecto a ETA? Básicamente, en probar todos los recursos posibles, de  la negociación política (como en Argel) al asesinato (los GAL), haciendo  en cada caso lo más conveniente en función tanto de las expectativas de  éxito de cada operación como de las complicaciones a que dieran lugar.  De modo que la cúpula de ETA no fue asesinada, meses antes de caer en la  famosa operación de Bidart, por temor a la reacción francesa. No por  limitaciones éticas o, al menos, políticas. En ese totum revolutum de un pragmatismo cínico cobra todo su sentido que Felipe González crea, o finja creer, que Segundo Marey estaba detenido  en vez de secuestrado y que sugiera que algo había hecho para  merecerlo, aunque en todo caso el ministro Barrionuevo controlaba la  situación. Tanto que ordenó la liberación del secuestrado. Por  consiguiente Barrionuevo, y a través suyo él mismo, conocía las idas y  venidas de los policías y sicarios empleados en los GAL. Es más: ellos  autorizaban o paraban aquellas operaciones que llegaban a su mesa por su  peso político, se tratara de volar a la cúpula de ETA o de soltar a  Segundo Marey. Es lo que indicaba el sentido común y lo que sentenciaron  los jueces que mandaron a la trena a Galindo, Vera o Barrionuevo.  Aunque no  a Felipe González.
Los idiotas morales piensan que las  implicaciones públicas (políticas) de las decisiones éticas (o carentes  de ella) son irrelevantes. Felipe González es un idiota moral. El idiota  moral se caracteriza por carecer de cualquier empatía ética: no  comprende los dilemas de esta naturaleza y rechaza que sirvan para algo  más que entretener a los pusilánimes. Paradójicamente, o no tanto, en el  mismo reportaje Felipe González da algunas lecciones sobre el liderazgo  político. Lo resume en la posesión de tres capacidades o talentos:  empatía (ponerse en el lugar de los demás), transmisión a los demás del  entusiasmo fundado en la sinceridad de las propias creencias, y  equilibrio emocional. Obsérvese que las tres cualidades son de tipo  emotivo. Pero en el terreno de la ética, la empatía tiene su  correspondencia en el juicio moral, no en las emociones. Es una pena que  Felipe González hiciera caso a su padres y eligiera estudiar el útil  derecho en lugar de la inútil filosofía, porque entonces habría  podido entender –o no- aquello que explicara Kant y resume una máxima  clásica: la propia responsabilidad moral hacia los demás se sustancia en  el principio de considerarles un fin en sí mismos, y no un medio para  fines particulares. Trasladado a la política, no se trata de entusiasmar  a los demás en la prosecución de cualquier fin político, sino sólo de  los mejores fines políticos. Me temo que el liderazgo político que  define Felipe González es el de un caudillo populista, no el de un líder  demócrata.
¿Y qué tiene esto que ver con la  política esto de la ética, pregunta retóricamente el idiota moral?  ¿Acaso no son mucho más importantes la eficacia y en la eficiencia en la  consecución de los fines perseguidos?  En el caso que nos ocupa, ¿no es  cierto que lo que importaba era acabar con ETA como fuera, sin pararse en éticas ni historias?
Pues yendo al meollo del asunto: NO.  Defender al Estado en las alcantarillas, para usar la famosa expresión  de FP, no autoriza a convertir el Estado en una alcantarilla, que es lo  que ocurre cuando sólo se le defiende ahí.
No es más eficaz ni eficiente atacar el  terrorismo con inmoralidad que respetando algunos principios éticos. Es  más: atacar al terrorismo con terrorismo sólo sirve para agrandar la  bola de nieve terrorista, no para deshacerla. Es un hecho irrebatible  que el GAL y sus atentados, lejos de acabar con ETA, le dieron más  cuerda para muchos años. Y eso por muchas razones, aunque ahora sólo  señalaré tres: a ojos de los seguidores de ETA y de muchos neutrales, el terrorismo de Estado legitimó el propio terrorismo defensivo  de la banda; la confianza en los medios expeditivos sirvió para aplazar  diez años las reformas jurídicas, políticas y policiales indispensables  para derrotar a ETA (como la Ley de Partidos); el terrorismo de Estado  ahogó la movilización cívica contra ETA que empezaba a germinar esos  años en el País Vasco.
En resumen: la idiocia moral de Felipe  González, de su gobierno y de su partido no sólo no sirvió en absoluto  para acelerar el fin de ETA, sino que por el contrario lo prolongó.  ¿Dónde está la ventaja de la inmoralidad política? En ninguna parte, si  nos referimos al interés público. Pero otra cosa es el interés  partidista: la justificación pragmática de las extemporáneas  declaraciones de Felipe González es auxiliar a sus sucesores José Luis  Rodríguez Zapatero y Alfredo Rubalcaba. Recuerda y justifica que, bajo  su añorado gobierno, ya se hizo todo lo posible para acabar con ETA,  desde negociar a secuestrar y asesinar. ¿Por qué ahora debería ser  diferente? Este el mensaje: que nada ha cambiado y que todos los  recursos están sobre la mesa: si no el asesinato, sí la negociación.  Salvo, por supuesto, el de moralizar la acción política y la vida  pública de este país, convertido cada día un poco más en un inmenso  vertedero. Las alcantarillas, ya saben.
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