SANTOS JULIÁ
DOMINGO - 09-05-2010
Con la deuda que no deja de crecer y con el paro en la cima, el Gobierno se ha creído obligado a demostrar su firme voluntad de atajar el gasto público y acometer un plan de poda de altos cargos y de reducción de número de funcionarios limitando al 10% la reposición de plazas vacantes. De lo primero, ya se ha visto el glorioso resultado: 16 millones de euros, a costa, entre otras cirugías, de dejar a la Biblioteca Nacional sin dirección general: parece una broma si no fuera una muestra de la estima en que el Gobierno tiene a la institución que debía ser, con el Museo del Prado, la niña de los ojos de su Ministerio de Cultura.
Y de la reducción de funcionarios, no vendrá mal recordar que la impresión de despilfarro e ineficiencia, no siempre justificadas, de la función pública en España nada tiene que ver con su número. De hecho, España está, en cantidad de empleados públicos muy por debajo de Francia, y no digamos ya de los países nórdicos. Sumamos entre funcionarios y contratados, si el Boletín estadístico del personal al servicio de las administraciones públicas no miente, 2,66 millones, lo cual parece una enormidad -no ha faltado ilustre periodista que haya propuesto su drástica reducción hasta quedar en 700.000- pero no somos más que el 11,6% de la población activa y el 14,3% de la hoy ocupada.
Lo interesante es que, de ese total, medio millón trabaja en las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud y otros 650.000 en los diferentes niveles del sistema educativo, de infantil a universitario: nada menos que 43 funcionarios de cada 100 son empleados en sanidad y educación. Tal vez se podría reducir este número a su cuarta parte, como propone Luis María Ansón, pero entonces habría que explicar cómo se proporcionan a cada españolito que viene al mundo 14 años de escolarización obligatoria, o cómo se garantiza a todo el que lo demanda una atención médica y hospitalaria gratuita y de calidad como la dispensada por el Servicio Nacional de Salud.
Una vez descontados los empleados en instituciones docentes y sanitarias, resulta que, del resto, algo más de un cuarto de millón son militares, policías y guardias civiles, o sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a los que es preciso añadir el personal adscrito a la administración de justicia y a los centros penitenciarios y las policías locales y autonómicas, lo cual eleva el total de los encargados de seguridad interior y exterior a otro medio millón. ¿Propondría alguien que también esos efectivos se podaran hasta reducir a 125.000 la suma de policías, guardias civiles, jueces y demás que velan por el orden y la seguridad?
Por supuesto, todos estos funcionarios, más los conductores de autobuses urbanos, los encargados de la limpieza de calles, plazas y paseos, los diligentes expendedores de documentos de identidad, pasaportes y carnés de conducir, los vigilantes de museos, etc., etc., no se caracterizan precisamente por sus altos salarios ni por sus millonarios planes de pensiones: congelar el salario de un médico, un maestro, un policía, un administrativo, no tiene idénticos efectos que congelar el de un directivo del BBVA o del Santander. Vamos, que con congelar a unos cuantos de estos habría para mantener la temperatura de varias decenas de miles de aquellos: el salario anual de 1.000 funcionarios importa la mitad del plan de pensiones de algún alto ejecutivo bancario. En todo caso, no es por ahí por donde el Estado podrá ahorrar sin grave deterioro de los servicios que los ciudadanos reciben de las instituciones sostenidas en el trabajo de estos funcionarios.
¿Por dónde, pues? Por una mayor eficiencia, desde luego, pero también por donde sobran, por las burocracias clientelares que han crecido al rebufo de las autonomías sin más control que la amistad de presidentes, consejeros y demás cargos en función de neocaciques. Ahí, en séquitos de autoridades autonómicas, en oficinas abiertas en el extranjero, en televisiones para amigos, en directores o directoras generales de identidad, en asesores internos y externos, en estudios sobre el color de los peces y otras corruptelas y corrupciones, es por donde habría que comenzar los planes de austeridad y de poda. Lo que pasa es que a base de reducir el Estado, las tijeras del Gobierno no alcanzan para iniciar esos trabajos de saneamiento y se mete en faena suprimiendo la dirección general de la Biblioteca Nacional. Lo dicho: la montaña parió otra vez -y van ya ni sabe cuántas- un ratón.
http://www.elpais.com/solotexto/articulo.html?xref=20100509elpdmgpan_4&type=Tes&anchor=elpepusocdgm
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