Sobre el Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado en 2007 y aún sin desarrollarOSÉ R. CHAVES
MAGISTRADO Al igual que Pedro Picapiedra aullaba mientras golpeaba en la puerta de su casa para que Vilma se la abriese, diríase que los dos millones largos de funcionarios llevan más de tres años llamando a las puertas del Estado y de las comunidades autónomas para que desarrollen el Estatuto Básico del Empleado Público aprobado en el año 2007, sin que se haya desarrollado ley alguna que lo complete y pormenorice.
En el horizonte inmediato, la única ley que se ocupará de tan vasto colectivo será la ley anual de Presupuestos Generales del Estado para 2011 y lo hará para congelar sus retribuciones, sin actualizarse según el coste de la vida (cobrar menos por el mismo trabajo). También se ha congelado la oferta de empleo público (menos funcionarios para el mismo trabajo). E igualmente la carrera profesional está congelada (ningún estímulo para más y mejor trabajo), ya que sin procedimientos de evaluación de rendimiento bajo criterios objetivos, fiables, a largo plazo y diseñados por ley, lo único que muestra el panorama actual de las administraciones autonómicas, bajo un símil deportivo, son «carreras salariales», con medallas para casi todos, sin pruebas homologadas, sin control de dopajes o incluso amañadas.
Es más, también están congelados los recursos jurisdiccionales de los funcionarios frente a las grandes medidas que les afectan. Por ejemplo, el recurso que pueda plantearse frente al recorte salarial operado por el decreto ley estatal del pasado mayo quedará en el dique seco de la lista de espera del Tribunal Constitucional. Idéntica suerte correrá el recurso de inconstitucionalidad frente al decreto ley de la Junta de Andalucía del pasado julio que propiciará la integración de más de 20.000 personas como trabajadores fijos de la Administración andaluza, procedentes de sociedades y fundaciones públicas (donde su reclutamiento sorteó el mérito y la capacidad). En ambos casos, cuando lleguen los ansiados fallos del Tribunal Constitucional, presumiblemente antes de la próxima glaciación, perderá todo interés el litigio.
Bien está que los empleados públicos contribuyan a paliar la crisis (aunque cabe preguntarse por qué sólo ellos), pero mejor estaría compensarles de tal sacrificio con lo mínimo a que tiene derecho todo ciudadano: la seguridad jurídica, esto es, conocer la normativa que les resulta aplicable en cada momento.
Y es que nunca se aprobó en el Estado español una norma tan ambiciosa como la ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto del Empleado Público, con la aspiración de conseguir la cuadratura del círculo de armonizar la legislación estatal con las legislaciones autonómicas, de acompasar funcionarios y laborales, y de fijar el régimen del empleado público del siglo XXI. Ese Estatuto, en vez de «madurar», parece que se «pudre», puesto que no ha sido desarrollado legal y reglamentariamente.
Así, el Estado no ha aprobado su ley de la función pública estatal pese a su importantísimo papel de espejo para las comunidades autónomas, y su vocación de norma supletoria. Las comunidades autónomas tampoco han aprobado leyes para su propia función pública desarrollando la legislación estatal e incorporando modelos originales de carrera profesional y retributiva (entre otras cuestiones deseables), limitándose hoy por hoy a parcheos puntuales para salir del paso. Nadie quiere bailar con el Estatuto Básico porque no quieren (temor a negociar con las fuerzas políticas o sindicales), no pueden (la crisis económica altera sus prioridades), no deben (saben que les cuesta dinero) o no saben (ni el punto de partida ni la meta).
Ante esta pasividad normativa, el alcance de los derechos y obligaciones de los funcionarios se ha judicializado, correspondiendo a los tribunales colmar las lagunas o salir al paso de sus interpretaciones. Así, la jubilación parcial de los funcionarios ha recibido luz verde de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo y en cambio ha merecido luz roja de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia. Los trienios para los interinos han sido reconocidos retroactivamente o no, según el Juzgado que toque en el orbe español. El Reglamento Disciplinario estatal para los funcionarios ha sido derogado para unos tribunales y en cambio subsiste para otros. Y en cuanto a la consolidación como fijos de los trabajadores temporales e interinos que el Estatuto diseña bajo mínimos, ha sido cocinada «al gusto» por cada Administración y «para disgusto» de muchos aspirantes.
Mejor sería que tanto el legislador estatal como los legisladores autonómicos hicieran los deberes y diseñaran el traje normativo de los funcionarios públicos al completo, y no en la situación en que estamos, en que la chaqueta es de hace tres años, conservando las mangas de hace cinco, y el pantalón de hace treinta pero, eso sí, dejando las solapas y las perneras para un futuro incierto, según el diseño y color que fije cada comunidad autónoma. Está claro que un traje así reventará por las costuras normativas, tejidas hoy día bajo crípticas disposiciones transitorias, derogatorias y finales.
El resultado es tan desolador como un paraje ártico. No sólo está congelado el Estado, entre los hielos de la crisis económica, sino que la tripulación funcionarial está paralizada por tanta congelación, y en esas condiciones malamente podrá salirse del encallamiento. Mientras tanto, al igual que los músicos del «Titanic» seguían tocando mientras se hundía el buque, nuestros políticos de todo pelaje parecen seguir bailando al son de las grescas partidistas o de ocurrencias para distracción de la ciudadanía.
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