La imagen (por ahora mental) del ministro de Fomento manteniendo una cita «privada» en una gasolinera con un empresario imputado por corrupción que le solicita determinados favores públicos, nos devuelve a una situación que la mayoría de nosotros creíamos felizmente superada: la de la España de fines del siglo XIX, cuyas características políticas esenciales fueron reflejadas por Joaquín Costa -su centenario ha sido este año y ha pasado sin pena ni gloria, por cierto- en su magnífico clásico sobre el caciquismo y la oligarquía. Este artículo quiere ser un pequeño homenaje al autor que denunció los males de este persistente fenómeno en nuestro país.
Durante unos años, quizá decádas, los españoles hemos creído vivir, por fin, en un Estado de Derecho homologable con el de los países más avanzados. Un Estado donde hay un ordenamiento jurídico que, con todas sus imperfecciones, establece las reglas del juego, políticas, económicas y sociales. Un Estado en el que estas normas se cumplen mayoritariamente de forma voluntaria, puesto que han sido dictadas por los representantes de la soberanía popular en instituciones genuinamente democráticas. Un Estado donde existen unas Administraciones -quizá demasiadas, eso sí- que son objetivas, neutrales y solventes técnicamente, que sirven los intereses generales, y unas instituciones (Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, Banco de España) que funcionan con profesionalidad y rigor. Todos con competencias y con instrumentos para asegurar el cumplimiento de las reglas de juego. Un Estado donde existe un Poder Judicial independiente que es capaz de aplicar coercitivamente las normas si fallan los mecanismos anteriores. Y, por último, un Estado donde existen medios de comunicación capaces de denunciar los atropellos del Poder y actuar como contrapeso último. En definitiva, hemos creído vivir en el Estado social y democrático de Derecho que proclama la Constitución Española en su artículo 1. Cierto es que en este Estado existían muchos problemas: de colisión de poderes, de ineficiencias, de responsabilidades, de encaje territorial, etcétera, pero su diseño respondía básicamente, o así lo creíamos, al modelo que rige en los países desarrollados de nuestro entorno.
Y de repente, una mañana, nos despertamos y leemos en los periódicos que el ministro de Fomento del Gobierno de España tiene citas privadas para hablar de intereses públicos en una gasolinera con un empresario de no muy buenos antecedentes, empresario que acusa al ministro de haber cobrado comisiones a cambio de favores. A este descubrimiento sigue el habitual espectáculo de acusaciones y contraacusaciones entre unos y otros, habida cuenta de que el ministro en cuestión no se ha mostrado especialmente tolerante con las debilidades de los adversarios políticos en circunstancias similares (conversaciones telefónicas poco edificantes con empresarios implicados en tramas corruptas). Sigue también el habitual anuncio de querella por calumnias del ministro contra el empresario para demostrar la falsedad de las acusaciones vertidas contra él. Ya se sabe que en nuestro país parece que quien no se querella, otorga. Por aquello de la exceptio veritatis, es decir, que el pobre juez al que le toque esta querella tiene que averiguar quién dice la verdad, porque si es el empresario y no el ministro, entonces no hay calumnia. En cualquier caso, esto no será para mañana, habida cuenta de la lentitud con la que funciona la Justicia, y eso cuando funciona.
Se habla mucho de la presunción de inocencia -un poco deslucida por la dimisión de un parlamentario regional del PP y de un ex consejero de Industria del BNG denunciados por el mismo empresario-, pero, por si acaso, se apela a la emotividad del electorado o del auditorio, padres del ministro incluidos. Y, por último, se produce el tradicional cierre de filas incondicional del partido con su líder amenazado, secundado por los medios de comunicación más cercanos, ya sea por razones ideológicas o económicas, dado que en España tienden a confluir. Y todo con el trasfondo de unas elecciones a la vuelta de la esquina.
Y el pobre ciudadano de a pie, que lleva meses sin dar crédito a lo que está pasando, entiende por fin que lo del Estado de Derecho es sólo una verdad a medias. Que las reglas de juego no son las mismas para las personas normales y corrientes, honestas y trabajadoras, que para los que tienen poder, ya sea político, económico o mediático. Resulta que hay personas en España, físicas y jurídicas, que pueden incumplir impunemente las leyes sin que les pase nada. Es más, algunos se permiten alardear de su incumplimiento, con palabras o con hechos. Son políticos, algunos con cargos institucionales muy relevantes, empresarios afines, gestores de cajas de ahorro, consejeros delegados de empresas importantes, directivos del sector público, sindicalistas, empleados públicos, funcionarios de los cuerpos de seguridad... gente que puede tirar de la manta. Son los nuevos caciques. Todos ellos se han convertido en personas a las que no interesa aplicar la ley por diversos motivos, aunque todavía nos queda la esperanza de que acaben en manos de un juez que siga creyendo en su función y no aspire a un puesto en el Consejo General del Poder Judicial.
Realmente ya da un poco igual saber para qué se citó el ministro en una gasolinera o si finalmente hizo o no la gestión que el empresario sospechoso le pedía a cambio de dinero. Y es que los ministros de los Estados de Derecho de verdad no se citan para hablar de asuntos como contratos, subvenciones o autorizaciones administrativas en las gasolineras, ya sea en su coche oficial del Ministerio, en el coche del partido, en su coche particular, o en un taxi. También suelen tener un poco más claro el concepto de lo público y de lo privado. Saben que los cargos políticos son para desempeñarlos en beneficio de todos los ciudadanos, incluso de los que no les han votado, y que exigen un cuidado exquisito en el fondo pero también en las formas. Por eso dan cita en sus despachos oficiales, con sus asesores o técnicos delante, y eso si las dan.
Supongo que otros dirigentes de países con los que pensábamos no tener nada en común, y a los que mirábamos un poco por encima del hombro, si dan citas en sitios más o menos discretos. Pero pensábamos que en España esto ya no pasaba. La conclusión de este episodio esperpéntico no puede ser más desoladora: en estos últimos años, sin que nos diéramos cuenta, han vuelto a florecer en España el caciquismo y la oligarquía que denunció Joaquín Costa -con las apariencias, eso sí del siglo XXI- para arrebatarnos silenciosa pero eficazmente nuestro Estado de Derecho. No lo podemos permitir.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado excedente y coeditora del blog ¿Hay derecho? También es miembro del Foro de la Sociedad Civil.
El Mundo (Orbyt) :"El ministro en la gasolinera"
Durante unos años, quizá decádas, los españoles hemos creído vivir, por fin, en un Estado de Derecho homologable con el de los países más avanzados. Un Estado donde hay un ordenamiento jurídico que, con todas sus imperfecciones, establece las reglas del juego, políticas, económicas y sociales. Un Estado en el que estas normas se cumplen mayoritariamente de forma voluntaria, puesto que han sido dictadas por los representantes de la soberanía popular en instituciones genuinamente democráticas. Un Estado donde existen unas Administraciones -quizá demasiadas, eso sí- que son objetivas, neutrales y solventes técnicamente, que sirven los intereses generales, y unas instituciones (Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, Banco de España) que funcionan con profesionalidad y rigor. Todos con competencias y con instrumentos para asegurar el cumplimiento de las reglas de juego. Un Estado donde existe un Poder Judicial independiente que es capaz de aplicar coercitivamente las normas si fallan los mecanismos anteriores. Y, por último, un Estado donde existen medios de comunicación capaces de denunciar los atropellos del Poder y actuar como contrapeso último. En definitiva, hemos creído vivir en el Estado social y democrático de Derecho que proclama la Constitución Española en su artículo 1. Cierto es que en este Estado existían muchos problemas: de colisión de poderes, de ineficiencias, de responsabilidades, de encaje territorial, etcétera, pero su diseño respondía básicamente, o así lo creíamos, al modelo que rige en los países desarrollados de nuestro entorno.
Y de repente, una mañana, nos despertamos y leemos en los periódicos que el ministro de Fomento del Gobierno de España tiene citas privadas para hablar de intereses públicos en una gasolinera con un empresario de no muy buenos antecedentes, empresario que acusa al ministro de haber cobrado comisiones a cambio de favores. A este descubrimiento sigue el habitual espectáculo de acusaciones y contraacusaciones entre unos y otros, habida cuenta de que el ministro en cuestión no se ha mostrado especialmente tolerante con las debilidades de los adversarios políticos en circunstancias similares (conversaciones telefónicas poco edificantes con empresarios implicados en tramas corruptas). Sigue también el habitual anuncio de querella por calumnias del ministro contra el empresario para demostrar la falsedad de las acusaciones vertidas contra él. Ya se sabe que en nuestro país parece que quien no se querella, otorga. Por aquello de la exceptio veritatis, es decir, que el pobre juez al que le toque esta querella tiene que averiguar quién dice la verdad, porque si es el empresario y no el ministro, entonces no hay calumnia. En cualquier caso, esto no será para mañana, habida cuenta de la lentitud con la que funciona la Justicia, y eso cuando funciona.
Se habla mucho de la presunción de inocencia -un poco deslucida por la dimisión de un parlamentario regional del PP y de un ex consejero de Industria del BNG denunciados por el mismo empresario-, pero, por si acaso, se apela a la emotividad del electorado o del auditorio, padres del ministro incluidos. Y, por último, se produce el tradicional cierre de filas incondicional del partido con su líder amenazado, secundado por los medios de comunicación más cercanos, ya sea por razones ideológicas o económicas, dado que en España tienden a confluir. Y todo con el trasfondo de unas elecciones a la vuelta de la esquina.
Y el pobre ciudadano de a pie, que lleva meses sin dar crédito a lo que está pasando, entiende por fin que lo del Estado de Derecho es sólo una verdad a medias. Que las reglas de juego no son las mismas para las personas normales y corrientes, honestas y trabajadoras, que para los que tienen poder, ya sea político, económico o mediático. Resulta que hay personas en España, físicas y jurídicas, que pueden incumplir impunemente las leyes sin que les pase nada. Es más, algunos se permiten alardear de su incumplimiento, con palabras o con hechos. Son políticos, algunos con cargos institucionales muy relevantes, empresarios afines, gestores de cajas de ahorro, consejeros delegados de empresas importantes, directivos del sector público, sindicalistas, empleados públicos, funcionarios de los cuerpos de seguridad... gente que puede tirar de la manta. Son los nuevos caciques. Todos ellos se han convertido en personas a las que no interesa aplicar la ley por diversos motivos, aunque todavía nos queda la esperanza de que acaben en manos de un juez que siga creyendo en su función y no aspire a un puesto en el Consejo General del Poder Judicial.
Realmente ya da un poco igual saber para qué se citó el ministro en una gasolinera o si finalmente hizo o no la gestión que el empresario sospechoso le pedía a cambio de dinero. Y es que los ministros de los Estados de Derecho de verdad no se citan para hablar de asuntos como contratos, subvenciones o autorizaciones administrativas en las gasolineras, ya sea en su coche oficial del Ministerio, en el coche del partido, en su coche particular, o en un taxi. También suelen tener un poco más claro el concepto de lo público y de lo privado. Saben que los cargos políticos son para desempeñarlos en beneficio de todos los ciudadanos, incluso de los que no les han votado, y que exigen un cuidado exquisito en el fondo pero también en las formas. Por eso dan cita en sus despachos oficiales, con sus asesores o técnicos delante, y eso si las dan.
Supongo que otros dirigentes de países con los que pensábamos no tener nada en común, y a los que mirábamos un poco por encima del hombro, si dan citas en sitios más o menos discretos. Pero pensábamos que en España esto ya no pasaba. La conclusión de este episodio esperpéntico no puede ser más desoladora: en estos últimos años, sin que nos diéramos cuenta, han vuelto a florecer en España el caciquismo y la oligarquía que denunció Joaquín Costa -con las apariencias, eso sí del siglo XXI- para arrebatarnos silenciosa pero eficazmente nuestro Estado de Derecho. No lo podemos permitir.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado excedente y coeditora del blog ¿Hay derecho? También es miembro del Foro de la Sociedad Civil.
El Mundo (Orbyt) :"El ministro en la gasolinera"
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