Un tiempo para aprender a vivir en el Instituto Rosario Acuña, que cumple veinte años
VÍCTOR GUILLOT Las Palmeras comenzó siendo un instituto sin nombre, tan sólo un número, el nueve, y una leyenda falsa, como todas las leyendas, según la cual, a las clases había que ir armado con una cheira disimulada bajo la chaqueta. Las Palmeras era un edificio ruinoso y frío, alejado de la ciudad, como un adjetivo arrinconado que nos devolvía una época que nunca habíamos vivido. La primera vez que pisé el asfalto resquebrajado de su patio, pensé bajo un cielo emplomado de grises que no aguantaría allí mucho tiempo vivo. Olvidada la leyenda, después descubrí los oscuros pasillos y las aulas ictéricas del instituto donde pasé probablemente los mejores años de mi vida.
Nunca olvidaré el sótano donde latía una caldera como un corazón viejo y oxidado, ni el parque donde fumaron sus estudiantes los primeros cigarrillos. Guardaré en el recuerdo las viejas casas de Roces, los amaneceres rojos de una ciudad levítica y sombría, la calle enlagunada de niebla, las primeras primaveras o la algarabía de los niños que nos observaban asustados desde un jardín.
Entonces teníamos un poco de nihilistas que habían leído algunas páginas de Marx o algo de marxistas que no sabían absolutamente nada de la vida. Nos gustaban Madrid, Nueva York y París. Queríamos mirar con los ojos de Steve McQueen, fumar con los gestos de Humphrey Bogart y ser tan radicales como Albert Camus. Entre los tres aprendimos a dar forma a nuestro descontento, norma a nuestra peste y argumento a la rabia. También recuerdo nuestra tristeza el día que murió Marcello Mastroianni y cómo prendimos un cigarro a la puerta del instituto antes de la primera clase de latín para celebrar un funeral al que nadie nos había invitado. También leímos por vez primera a Pavese, a Faulkner y a Vallejo, y los tres fueron un fogonazo literario, tan distintos, tan parecidos, tan capaces de arruinarte la vida. Disfrutamos de Jim Thompson como un ruido de bala que acariciara nuestras sienes, temblamos con el misterio de Borges, reímos con una columna de Umbral y así en este plan. De modo que aquellos adolescentes del Rosario Acuña incurrían en la mitomanía literaria, una especie de devoción laica instigada desde aquel instituto, sin prejuicios, ajenos a la intriga literaria y a los bandos que llegarían mucho tiempo después.
Pero también recuerdo a Benigno Delmiro Coto explicando algo más que una gramática de Alarcos, a Pablo Huerga celebrando a Spinoza o a Marx, a Jesús Jerónimo escudriñando las esquinas de la Historia o a Fernanda declinando los latines de Virgilio como las afiladas espadas que luego me enseñaron a escribir. De modo que no siento nostalgia de aquel instituto que nosotros bautizamos con nombre de mujer, sino una profunda alegría. El Rosario Acuña cumple veinte años de vida y es un recuerdo que siempre festejo con mis compañeros. Son, como cantaría el bueno de Pepe Risi, «recuerdos del pelo largo», divertidos, intensos y magníficos. Me gusta pensar que aquel tiempo también sirvió para aprender a vivir.
http://www.lne.es/opinion/2010/04/09/recuerdos-pelo-largobr/898117.html
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