07.03.2010 - LEOPOLDO TOLIVAR ALASCATEDRÁTICO DE DERECHO ADMINISTRATIVO DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO
Hace algunas semanas, una prestigiosa publicación periódica con más de ciento veinte años de historia, 'La Administración práctica', me invitó a realizar una reflexión sobre los cambios, aún imprecisos, que se anuncian para el municipalismo español. Parecía un momento oportuno, aunque fuera un comentario forzosamente breve, dado que el nuevo Ministerio de Política Territorial ha exhumado, reciclado o sacado de la chistera -que aún no he calibrado el alcance de la novedad- un anteproyecto de Ley del Gobierno Local que sustituirá, si sale adelante, a la vigente Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local, de 2 de abril de 1985. Quisiera compartir con los lectores de este diario las consideraciones que al respecto me atreví a hacer sobre determinadas circunstancias materiales y temporales, jurídicas y de oportunidad que no debieran ser soslayadas ante un reto normativo de tanta trascendencia. Obvio es recordar que las líneas que siguen no son otra cosa que percepciones o convencimientos personales derivados de los años, ya muchos, de estudio del régimen local y de los ejercicios, felizmente pocos, dedicados a una política municipal tan interesante como ingrata.
Comenzaré tirando piedras contra mi propio tejado de teórico de este ámbito, porque, de la experiencia en un ayuntamiento y de las muchas horas de conversaciones con alcaldes y concejales de todos los colores y territorios, afirmo, deseando equivocarme, que la interminable saga de informes, diagnósticos, libros blancos y documentos técnicos de toda suerte, ha servido de poco para corregir los males endémicos y las reclamaciones crónicas de nuestros entes locales. Justo es señalar que, junto a dictámenes y borradores tan bien retribuidos como llenos de tópicos y que, levemente maquillados, se enjaretan aquí y allá, hay no pocos estudios, auspiciados por los diversos gobiernos, que son científicamente buenos en lo jurídico, demográfico, sociológico o hacendístico; pero lo cierto es que ni con ellos ni con las reformas legislativas subsiguientes se ha erradicado la corrupción o el transfuguismo, se ha fijado población en las comarcas rurales, se han igualado los estándares de calidad en los servicios recibidos o se ha solventado la pésima financiación de unos municipios, para colmo condenados a penar con unas mal llamadas competencias impropias por las que se les compensa tarde, mal o, simplemente, nunca.
Mi escasa fe en las reformas legales en este campo la justifico con la experiencia asturiana: somos casi la excepción, entre las comunidades autónomas, al no contar con una Ley Local propia. Y para colmo, los tres parches legislativos de 1986 (concejos, comarcas y parroquias) constituyeron un estrepitoso fracaso aplicativo. Pero no ha pasado nada ni creo, por ello, que nuestros ayuntamientos estén peor que los de territorios vecinos con normativa más general y ambiciosa. Bien es cierto que Asturias pudo explorar las posibilidades de legislación singular para municipios mineros, e industriales -en crisis-, rurales o con grandes valores histórico-artísticos y, penosamente, no se hizo nada al respecto. Incluso un antiguo gestor del asunto me reconoció que desconocía que la ley estatal permitiera a las comunidades autónomas ahondar en esas peculiaridades que encajan tan de lleno en muchos de nuestros concejos.
Tampoco sirve de mucho la garantía de la autonomía local en los términos etéreos con los que la viene concibiendo, desde la sentencia 32/1981, de 28 de julio, el Tribunal Constitucional, al precisar que aquélla no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y fijo, sino la preservación de la institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar. La autonomía local, por tanto, se vincularía con un derecho de la comunidad local a participar, a través de órganos propios en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen, pero no es una suma de competencias -y menos exclusivas-, sino un contenido mínimo, aunque no simbólico, que el legislador estatal o autonómico debe respetar, pero que permite, por tanto, configuraciones legales diversas e igualmente válidas en cuanto respeten aquella garantía institucional.
Tal construcción, al referirse a nociones metafísicas, basadas en imágenes y conciencias sociales, a los ayuntamientos no les solventa nada. A lo sumo, les protege de tutelas indiscriminadas por razones de oportunidad. Pero ni les asigna indefinidamente un núcleo rígido de atribuciones ni mucho menos les asegura su correcta financiación, pese a lo que indica el artículo 142 de la Constitución. A la protección de un mínimum competencial propio de los ayuntamientos (a falta de un precepto preciso en la Constitución española, como sí ocurre en la brasileña) se han referido, en una innovación del mayor interés, los nuevos estatutos de autonomía y, muy destacadamente, los de Cataluña y Andalucía. Pero el tema financiero sigue en el aire, habiéndose aplazado el compromiso gubernamental con la FEMP, de 2006, de abordar conjuntamente la financiación autonómica y la local. Cómo no, la eximente, no dudo que cierta, es la crisis, que se invoca a modo de estado de necesidad.
Acabo de aludir al Estatuto catalán. En él se observa una muy discutible relectura de la noción de «bases» y su concreta plasmación en el ámbito de las competencias de régimen local. Parecería oportuno no precipitarse, desde el Gobierno y el Parlamento estatal, a la hora de sacar a la luz una nueva ley básica del gobierno municipal y provincial sin antes tener claras las coordenadas a fijar -Dios sabe cuándo- por el Tribunal Constitucional y la forma de ensamblar ley y estatutos, incluidos los que aún no se han reformado.
Y también parecería hora, máxime en tiempos de crisis y ajustes, como ha anunciado la vicepresidenta Salgado, de dejar de ser reos del clientelismo político y afrontar con valentía la reducción del número de miembros de las corporaciones locales, cuestión actualmente regulada en la legislación electoral y, en cierta medida, del personal. Como ya he defendido más veces, en unas entidades con multitud de servicios gestionados por el sector privado, ¿son necesarios tantos cargos electos? ¿Hacen falta los mismos empleados públicos que si todo se siguiera ejecutando directamente? Particularmente creo que 21 concejales, varios liberados, en un ayuntamiento de 20.001 almas es un exceso. O 27 representantes en uno de 250.000 ó 25 en una Diputación cuya provincia tiene una población mínima.
Pero sobre todo -y ya que hablamos de ahorro en gestores-, bien puede decirse que una reforma del gobierno local que no afronte decididamente la correcta financiación de las entidades concernidas, podrá ser monumental jurídicamente, pero un monumento a la nada a fin de cuentas.
http://www.elcomerciodigital.com/prensa/20100307/opinionarticulos/escepticismo-municipalista-20100307.html
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