Javier Reig
27 de mayo de 2010
Tras la lectura de los primeros párrafos del manifiesto “El dilema español” (http://estaticos.elmundo.es/documentos/2010/05/21/dilema.pdf), recientemente firmado por más de sesenta articulistas catalanes, no he podido evitar el recordar como Hobbes en su “Leviatán” define la locura como la imaginación desenfrenada.
La adaptación que hace de la Historia el encabezamiento del referido manifiesto, nos indica con precisión cuál es el marco conceptual en el que nos quieren ubicar sus autores, pues sitúa a Cataluña en el centro de un particular e interesado sistema ptolemaico, urdiendo una artificiosa Historia donde la Nación Catalana lucha en pié de igualdad contra España y Francia. Se trata de recorrer la antigua senda que conduce a la moderna nación política como resultado de la transformación de un inexistente y remoto estado feudal catalán. Una iracunda búsqueda de la forzada singularidad colectiva capaz de subrayar la necesaria y anhelada separación entre el “nosotros” y “los otros”.
Desde el punto de vista politológico es interesante comentar las distintas afirmaciones del escrito, expresadas con una contundencia más cercana a la teleología que a la realidad:
Estoy totalmente de acuerdo en el drama que supuso la imposición de la dictadura autocrática del general Franco durante más de cuarenta años, pero sin particularizaciones ni deformaciones interesadas de la realidad, que limiten a Cataluña como única e injusta víctima. Como si el resto de los españoles hubiéramos sido ajenos a dicha situación.
Descartada la línea argumental de la Nación étnica, por motivos obvios, los firmantes introducen los conocidos fundamentos de la Nación cultural, de los cuales, el primero y más elemental es el lingüístico. La torticera denominación “normalización lingüística”, nada tiene que ver con esa “plena igualdad del catalán y del castellano en cuanto a los derechos y deberes de los ciudadanos que viven en Cataluña" a que hace referencia el texto, sino que, muy al contrario, tiene que ver con la exclusión del castellano del espacio público, con la discriminación de aquellos ciudadanos que quieren elegir la lengua en la que se educan sus hijos, y la de quienes no pueden acceder a cargos públicos en la administración, es decir, “normalización lingüística” tiene que ver con la conculcación de los derechos y libertades constitucionales de los ciudadanos.
Una vez establecida la Nación Cultural, el siguiente paso es la argumentación y conquista de la Nación Política. Y para ello, nada mejor que sacar a relucir los supuestos derechos históricos de Cataluña, herederos del “hecho diferencial”, término acuñado por la literatura catalanista de la restauración, un manido y hueco aserto cuyo fin primero y último es la expresión de una idea lata de privilegio y superioridad, absolutamente contraria al espíritu democrático de cualquier sociedad moderna. Esos privilegios a los que hacen mención tienen que ver con rancias regalías, arcaicas prerrogativas y trasnochados fueros medievales, que nos retrotraen al absolutismo del siglo XVIII y que, afortunadamente, nada tienen que ver con nuestra sociedad actual.
Ahora vamos con las medias verdades. Si bien es cierto que el Estatuto de autonomía de Cataluña del año 1979 fue aprobado holgadamente por referéndum, no es menos cierto que el nuevo Estatuto –radicalmente distinto de aquel- tan sólo fue votado por el 36% del posible electorado, y que no acudieron a votar ni siquiera la mitad de los electores, pese a la argumentación del gran clamor ciudadano existente sobre la urgencia de la reforma estatutaria. Demostrándose de manera amplia que no fueron los ciudadanos quienes impulsaron el nuevo estatuto, sino exclusivamente los partidos políticos catalanes.
Por otra parte, calificar como “proyecto político” a España, que es el Estado más antiguo de Europa, es no sólo una muestra de indigencia cultural sino que en todo caso es un nuevo intento de rectificar la Historia de manera interesada y de establecer la supremacía de una supuesta fuerza natural (nación cultural) que prevalece sobre el valor de la libertad individual.
“España corre el serio peligro de querer cerrar judicialmente un contencioso que solo puede abordarse, gestionarse y resolverse en términos políticos y con vocación de futuro”: Este intento de desligar lo judicial de lo político no es sino un exponente de la falta de criterio democrático de los firmantes, que desvinculan la Democracia de la necesaria división de poderes, un elemento imprescindible en todo Estado de Derecho. Un sistema democrático, para ser realmente democrático y por ende legítimo, ha de contemplar no sólo el pacto político y las urnas, sino la legalidad y el respeto por las instituciones y la Constitución, del cual el Tribunal Constitucional es el legítimo garante. Si no se contemplara dicho respeto jurídico-constitucional, serían los partidos los que decidirían, sin límites, con sus pactos sobre la vida de los ciudadanos españoles, desdibujando el Estado de Derecho y socavando las bases de la propia Democracia.
Pese a que el manifiesto incide en la necesidad de una evolución federal del estado autonómico, el cual se sitúa en lo relativo al autogobierno muy por encima de muchos modelos federales, sin embargo lo que realmente está definiendo y demandando es un modelo claramente confederal, compuesto por autonomías jurídicamente desiguales, o lo que es lo mismo, un modelo en donde se institucionalicen los privilegios de unas personas sobre otras, por el mero hecho de vivir en un sitio u otro, lo que tiene poco que ver con el sistema federal entendido como un pacto entre iguales.
En cuanto a que “los pactos deben ser respetados, especialmente cuando tienen, además, la legitimidad democrática de los ciudadanos”, he de decir que la Democracia para que sea legítima no sólo consiste en votar y elegir, sino que tiene que ver con el respeto a las instituciones, con la separación de poderes, con el ordenamiento jurídico y constitucional, con la institucionalización de los procesos políticos, con la equidad (leyes iguales para todos y todos iguales para las leyes), y con la erradicación, en definitiva, de privilegios históricos o de cualquier otra índole. Si la Democracia está sometida, tal como se dice en el manifiesto, exclusivamente a los pactos políticos de las mayorías parlamentarias, entonces deja de existir la democracia, permaneciendo tan solo quien manda y quien obedece.
Y por fin llegamos a la culminación argumental del manifiesto: “si las aspiraciones de reconocimiento y de autogobierno nacional de los catalanes no caben en la Constitución sólo quedan dos salidas posibles: o los catalanes renuncian a sus aspiraciones o renuncian a la Constitución": Una frase construida sobre la ambigüedad y la amenaza, a partes iguales. Finalmente averiguamos cuales son los verdaderas intenciones de los firmantes.
No importa la constitucionalidad del Estatuto, ni siquiera la Democracia, solo importa la nación política catalana, entendida exclusivamente como la praxis depredadora de los partidos nacionalistas y sus aventajados imitadores.
Más allá del mundo irreal que nos plantea el texto, lo realmente cierto, es que la consolidación definitiva del estado autonómico será imposible si está permanentemente sometida a la tensión que supone la reivindicación sistemática de mayores facultades de autogobierno. En permanente choque tanto con la letra de la Constitución y de su legislación de desarrollo, como con el espíritu de la norma y sobre todo, forzando los límites de las posibilidades reales del Estado español y su ordenamiento constitucional, asentado en la unidad, la libertad, y la igualdad de todos los españoles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario