Habrá quien argumente que la competencia impedirá prestaciones más bajas y forzará reducciones de costes. Esto es tan poco probable que quien lo afirme deberá aportar alguna evidencia más allá de su fe en ello. En todo caso, en los servicios sociales muchas veces las empresas se limitarán a competir por concesiones públicas que pueden acabar siendo otorgadas con criterios diferentes del de la eficiencia. Por otro lado, la competencia por usuarios puede ser reducida (por el exceso de demanda y los costes de entrada para nuevas empresas proveedoras) y limitarse al precio. Máxime cuando, por su estado físico o la indiferencia familiar, muchos usuarios no podrán quejarse de la calidad. Además, según cómo se realice, la privatización puede acabar creando niveles de atención diferentes para pobres (financiado con dinero público) y ricos (subvencionado con dinero público y completado con dinero privado). Lo óptimo sería, entonces, no privatizar los servicios sociales. Pero, como el sector público carece de los medios para garantizar una aplicación efectiva de la Ley de Dependencia en los plazos establecidos, es inevitable que el privado tenga un papel complementario. Esta colaboración debe someterse a controles de calidad, limitaciones de precios, y evitar los esquemas de colaboración pública/privada porque solo sirven para ocultar el endeudamiento al precio de encarecer los costes de financiación y debilitar el control sobre las prestaciones. En suma, la privatización es una vía rápida, sencilla y barata de provisión. Pero quien busque la calidad en las prestaciones debe ir más allá, incluso si esto es más caro. El sector privado puede tener un papel complementario, pero nunca ser la vía esencial de prestación.
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